Es conocido que el Estado pasa por una grave crisis ética y moral. Pensemos
solamente que alguna vez se dijo: “Roba, pero hace obras”. Pero ello no solo
ocurre en el Perú sino también en otros países del mundo. Ello ha justificado
que se planteen movimientos reformadores de los sistemas gubernamentales. Ahora
bien, ¿los movimientos reformadores
incluyeron el fomento de la ética como un valor determinante en la nueva
gestión pública? Naturalmente, una revolución “positiva” en la gestión
pública tuvo en la ética un valor fundamental.
Así, se crean paralelamente en distintos países del mundo organismos responsables
del fomento de la ética. En Australia se crea el Consejo Asesor de Gestión y la Comisión de Protección de Mérito en el
Servicio Público; en Nueva Zelanda la Comisión
de Servicios del Estado; en Noruega, un Grupo de Trabajo dependiente del
Ministerio de la Administración, para la educación y formación ética de los
funcionarios; en los Estados Unidos se fortalece la Oficina de Ética del
Gobierno; en Finlandia se creó un grupo de trabajo para fomentar la ética
dependiente del Ministerio de Hacienda. En lo jurídico, en Dinamarca, se
promulgó la Ley de Personal de la
Administración Central y Local; en Canadá se dio a conocer el Código de conflictos e intereses y de
post-empleo para el servicio público. (Diego Bautista, La ética en la
gestión pública).
El análisis comparativo de las experiencias antes señaladas justifica una
toma de decisión gubernamental innovativa con la finalidad de emprender
programas de acción adaptables a nuestra realidad. A mediano plazo el cambio
arroja buenos resultados. Así, coincidentemente, estos países referentes, según
los índices de Transparencia Internacional, para el año 2017 ocupan los
primeros lugares con casi nula corrupción. Esto significa, indudablemente, que
el desarrollo de una efectiva administración pública corre en paralelo con la
responsabilidad ética de los funcionarios y servidores públicos, con la
minimización del fenómeno de la corrupción y con el buen manejo de la gestión
pública.
Ahora bien, las señales de
cambios de políticas de gestión pública en el mundo también tocan tierra
peruana. Así, a partir de fines de la década de los noventa se pone de relieve
la importancia de asumir una revolución gerencial en la Administración Pública.
La idea de reconfiguración teórica de la gestión pública se extiende a la
Administración de Justicia y en esas condiciones resulta imperativo que los
funcionarios que conducen el Poder Judicial y el Ministerio Público concreten
el desplazamiento de la gestión burocrática tradicional por un nuevo modelo de
gestión.
Lamentablemente, en la práctica,
no se asumen las propuestas de la Nueva Gestión Pública y, por tanto, la nota
característica es que nada cambia y todo sigue igual. Añádase a lo anterior la
posición irreflexiva de los otros poderes del Estado –Legislativo y Ejecutivo-
que no reaccionan ante el objetivo malestar de la ciudadanía que ve los procesos de “reforma judicial” como una burla repetitiva. En
efecto, el espíritu conservador de los gerentes públicos entraña una
descontextualización que compromete el prestigio de la Administración Pública.
Esta imagen tradicional de la
Administración Pública evidencia una sociedad desintegrada y desvinculada del
sistema gubernamental y social. Frente a esta situación desalentadora y
anormal, los ciudadanos inevitablemente se van a mostrar como portadores del
caos lo que a la postre los condicionará a dar una respuesta rebelde por el
desamparo de sus derechos. Por ello, parece que la vía adecuada para resolver
esta trágica situación es la implementación de una ideología de revolución “positiva”
y democrática de la gestión pública que mejore la calidad de vida de la
generalidad y reinvindique a los sufridos usuarios, que, en realidad, son los
oprimidos, los olvidados del sistema. En suma, la gestión del cambio en la
administración pública, supone la incorporación de la ética como política
pública, la misma que propone establecer cuál
es la mejor manera de vivir, cuál es el camino de la felicidad. Y para ello
no solo se debe exigir el concurso del Estado, sino, fundamentalmente, el
concurso obligado de las familias, las iglesias y otras organizaciones
sociales.
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