jueves, 7 de marzo de 2019

LA ÉTICA SE APRENDE EN LA CUNA O NO SE APRENDE


          
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                                  (Foto referencial: cronista.com)
En la primera década del presente siglo leí que la ética se aprende en la cuna o no se aprende. Y eso es una verdad relativa pues si bien ese aspecto valorativo requiere el concurso de las familias, también lo es que la función fundamental de promoción de la ética se encuentra en manos del Estado, de órganos no gubernamentales, de la iglesia y otras organizaciones sociales. Así, cuando un padre deudor le dice a su hijo que le diga al acreedor que toca su puerta que no se encuentra, aquel padre está promoviendo la mentira o el engaño que inevitablemente va a ocasionar consecuencias perjudiciales en la formación ética de aquel menor. De ahí se deduce que en el futuro es probable que el hijo ya servidor público sea una persona aficionada a la mentira, y entonces, ese servidor público mendaz no sería solo producto del Estado sino de la actitud de los propios padres que no fueron referentes de prácticas éticas en la formación de sus hijos. 


Es conocido que el Estado pasa por una grave crisis ética y moral. Pensemos solamente que alguna vez se dijo: “Roba, pero hace obras”. Pero ello no solo ocurre en el Perú sino también en otros países del mundo. Ello ha justificado que se planteen movimientos reformadores de los sistemas gubernamentales. Ahora bien, ¿los movimientos reformadores incluyeron el fomento de la ética como un valor determinante en la nueva gestión pública? Naturalmente, una revolución “positiva” en la gestión pública tuvo en la ética un valor fundamental.

Así, se crean paralelamente en distintos países del mundo organismos responsables del fomento de la ética. En Australia se crea el Consejo Asesor de Gestión y la Comisión de Protección de Mérito en el Servicio Público; en Nueva Zelanda la Comisión de Servicios del Estado; en Noruega, un Grupo de Trabajo dependiente del Ministerio de la Administración, para la educación y formación ética de los funcionarios; en los Estados Unidos se fortalece la Oficina de Ética del Gobierno; en Finlandia se creó un grupo de trabajo para fomentar la ética dependiente del Ministerio de Hacienda. En lo jurídico, en Dinamarca, se promulgó la Ley de Personal de la Administración Central y Local; en Canadá se dio a conocer el Código de conflictos e intereses y de post-empleo para el servicio público. (Diego Bautista, La ética en la gestión pública).

El análisis comparativo de las experiencias antes señaladas justifica una toma de decisión gubernamental innovativa con la finalidad de emprender programas de acción adaptables a nuestra realidad. A mediano plazo el cambio arroja buenos resultados. Así, coincidentemente, estos países referentes, según los índices de Transparencia Internacional, para el año 2017 ocupan los primeros lugares con casi nula corrupción. Esto significa, indudablemente, que el desarrollo de una efectiva administración pública corre en paralelo con la responsabilidad ética de los funcionarios y servidores públicos, con la minimización del fenómeno de la corrupción y con el buen manejo de la gestión pública.

Ahora bien, las señales de cambios de políticas de gestión pública en el mundo también tocan tierra peruana. Así, a partir de fines de la década de los noventa se pone de relieve la importancia de asumir una revolución gerencial en la Administración Pública. La idea de reconfiguración teórica de la gestión pública se extiende a la Administración de Justicia y en esas condiciones resulta imperativo que los funcionarios que conducen el Poder Judicial y el Ministerio Público concreten el desplazamiento de la gestión burocrática tradicional por un nuevo modelo de gestión.

Lamentablemente, en la práctica, no se asumen las propuestas de la Nueva Gestión Pública y, por tanto, la nota característica es que nada cambia y todo sigue igual. Añádase a lo anterior la posición irreflexiva de los otros poderes del Estado –Legislativo y Ejecutivo- que no reaccionan ante el objetivo malestar de la ciudadanía que ve los procesos de “reforma judicial” como una burla repetitiva. En efecto, el espíritu conservador de los gerentes públicos entraña una descontextualización que compromete el prestigio de la Administración Pública.

Esta imagen tradicional de la Administración Pública evidencia una sociedad desintegrada y desvinculada del sistema gubernamental y social. Frente a esta situación desalentadora y anormal, los ciudadanos inevitablemente se van a mostrar como portadores del caos lo que a la postre los condicionará a dar una respuesta rebelde por el desamparo de sus derechos. Por ello, parece que la vía adecuada para resolver esta trágica situación es la implementación de una ideología de revolución “positiva” y democrática de la gestión pública que mejore la calidad de vida de la generalidad y reinvindique a los sufridos usuarios, que, en realidad, son los oprimidos, los olvidados del sistema. En suma, la gestión del cambio en la administración pública, supone la incorporación de la ética como política pública, la misma que propone establecer cuál es la mejor manera de vivir, cuál es el camino de la felicidad. Y para ello no solo se debe exigir el concurso del Estado, sino, fundamentalmente, el concurso obligado de las familias, las iglesias y otras organizaciones sociales.  

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